Atendiendo a la definición de entrenamiento como actividad física planificada, estructurada y que tiene como objetivo mejorar la condición física, la salud y el rendimiento; me gustaría que te parases a reflexionar conmigo si el tiempo que inviertes en realizar esa actividad que tanto te gusta es verdaderamente beneficiosa para ti o no.
¿Qué quiero decir con esto? Que debemos dar importancia a diversos parámetros cuando entrenamos. Uno de ellos es la relación que guarda tu cuerpo con el espacio, es decir, cómo se distribuyen las cargas en el mismo. A partir de ahí, parámetros como la intensidad, el volumen, los descansos, la intencionalidad, son fundamentales para cuantificar la carga de entrenamiento que aplicamos en el mismo.
¿Por qué es importante esto? Porque si no tenemos estos detalles en cuenta, no estaremos cuantificando lo que hacemos y por ende, no sabremos ni desde qué punto inicial partimos ni hacia donde vamos. Esta cuestión es extremadamente importante porque midiendo el entrenamiento consolidaremos las bases para poder garantizar una sobrecarga progresiva del ejercicio que nos reporte resultados.
Hoy voy a intentar aportarte algo más de luz en este tema, centrándome en el trabajo de fuerza.
Cuando entrenamos el cuerpo, sometemos al tejido a un estrés denominado estímulo, el cual se refiere a la carga o desafío que se le presenta durante el ejercicio. La clave es proporcionar un estímulo adecuado para que genere una adaptación y mejoremos. Entendiendo que el ejercicio es invasivo, que genera daño y que, por lo tanto, inflama de manera transitoria la musculatura, si entrenamos aplicando un estímulo insuficiente (por debajo de tus capacidades) no se va a producir ningún tipo de adaptación en tu cuerpo, es decir, no va a ocurrir ninguna mejora. Sin embargo, si entrenas generando un estímulo por encima de lo que tu cuerpo es capaz de soportar, seguramente te lesiones. De aquí la importancia de aplicar la dosis mínima necesaria, la que tú necesites.
Pero, ¿de qué depende que yo mejore? Depende de varios factores como son: descanso, nutrición, control del estrés… Intentar, con todas las herramientas que tenemos a nuestro alcance, mantener nuestro cuerpo en unos ritmos circadianos adecuados (ritmo circadiano – Cristina Camacho (invierteentusalud.com)) y evitar los elementos disruptores que ralenticen la adaptación al estímulo.
Es importante matizar que la dosis mínima necesaria es única para cada persona, es decir, lo que le puede servir a una persona, a otra no, y que viene condicionada por nuestra histología (genética de nuestros padres, entorno, hábitos diarios…) Además, la adecuación del estímulo puede cambiar según el contexto y los objetivos específicos que se persigan.
Debemos entender que cuando entrenamos fuerza de forma eficaz, eficiente y segura, lo que ocurre en nuestro organismo es un agotamiento generalizado, lo debilitamos, generando así un fatiga. La fatiga durante el entrenamiento es una respuesta normal del cuerpo al ejercicio intenso que implica trabajar a un nivel elevado para desafiar y mejorar la fuerza, aspectos metabólicos, cardiovasculares…
Por lo tanto, para optimizar el entrenamiento hay que buscar intensidad. Pero no todo vale, se debe seguir un protocolo, se debe cuantificar y se debe generar un hábito en nosotros mismos que permita en el tiempo poder observar la evolución de proceso.
En esta búsqueda de intensidad, tenemos que salir de nuestra zona de confort, con lo que eso supone a nivel intelectual. Tenemos que tener capacidad de sufrimiento parar generar un desequilibrio en nuestra homeostasis (estado de equilibrio de nuestro organismo). Permitiendo así, post- ejercicio, recobrar a nuestro sistema ese balance para ir produciendo mejora.
De aquí la importancia de entender que más no es mejor. Tú cuerpo es único. Con lo cual no intentes compararte con nadie de tu alrededor, ni incluso sigas su metodología de entrenamiento, busca lo que mejor se adapte a ti y tus circunstancias.
Recuerda que, si no inviertes en tu salud ahora, invertirás en tu enfermedad.